21. De cuanto había escrito en el libro volante (III): Fedor Dostoiewski, "Crimen y castigo" (fragmento)
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‑ ¡Lo vas a matar! ‑grita uno de los espectadores.
‑ Seguro que lo mata ‑dice otro.
‑ ¿Acaso no es mío? ‑ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
‑ ¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? ‑gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular.
Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
‑ ¡Es duro de pelar! ‑exclama uno de los espectadores.
‑ Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora ‑dice otro de los curiosos.
‑ ¡Coge un hacha! ‑sugiere un tercero‑. ¡Hay que acabar de una vez!
‑ ¡No decís más que tonterías! ‑brama Mikolka‑. ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
‑ ¡Cuidado! ‑exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
‑ ¡Acabemos con él! ‑ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran ‑látigos, palos, estacas‑ y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
‑ ¡Ya está! ‑dice una voz entre la multitud.
‑ Se había empeñado en no galopar.
‑ ¡Es mío! ‑exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra víctima a la que golpear.
‑ Desde luego, tú no crees en Dios ‑dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva>>.
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