El perro cojo
Con una pata colgando,
despojo de una pedrada,
pasó el perro por mi
lado,
un perro de pobre casta.
Uno de esos callejeros,
pobres de sangre y
estampa.
Nacen en cualquier
rincón,
de perras tristes y
flacas,
destinados a comer
basuras de plaza en
plaza.
Cuando pequeños, qué
finos
y ágiles son en la
infancia,
baloncitos de peluche,
tibios borlones de lana,
los miman, los acurrucan,
los sacan al sol, les
cantan.
Cuando mayores, al tiempo
que ven que se fue la
gracia,
los dejan a su ventura,
mendigos de casa en casa,
sus hambres por los
rincones
y su sed sobre las
charcas.
Qué tristes ojos que
tienen,
que recóndita mirada
como si en ella pusieran
su dolor a media asta.
Y se mueren de tristeza
a la sombra de una tapia,
si es que un lazo no les
da
una muerte anticipada.
Yo le llamo: psss, psss,
psss.
Todo orejas asustadas,
todo hociquito curioso,
todo sed, hambre y
nostalgia,
el perro escucha mi voz,
olfatea mis palabras
como esperando o temiendo
pan, caricias... o pedradas,
no en vano lleva marcado
un mal recuerdo en su
pata.
Lo vuelvo a llamar: psss,
psss.
Dócil a medias avanza
moviendo el rabo con
miedo
y las orejitas gachas.
Chasco los dedos; le
digo:
"ven aquí, no te
hago nada,
vamos, vamos, ven
aquí".
Y adiós la desconfianza.
Que ya se tiende a mis
pies,
a tiernos aullidos habla,
ladra para hablar más
fuerte,
salta, gira; gira, salta;
llora, ríe; ríe, llora;
lengua, orejas, ojos,
patas
y el rabo es un
incansable
abanico de palabras.
Es su alegría tan grande
que más que hablarme, me
canta.
"¿Qué piedra te dejó
cojo?
Sí, sí, sí,
malhaya".
El perro me entiende;
sabe
que maldigo la pedrada,
aquella pedrada dura
que le destrozó la pata
y él, con el rabo, me
dice
que me agradece la
lástima.
"Pero tú no te
preocupes,
ya no ha de faltarte
nada.
Yo también soy callejero,
aunque de distintas
plazas
y a patita coja y triste
voy de jornada en
jornada.
Las piedras que me
tiraron
me dejaron coja el alma.
Entre basuras de tierra
tengo mi pan y mi
almohada.
Vamos, pues, perrito mío,
vamos, anda que te anda,
con nuestra cojera a
cuestas,
con nuestra tristeza en
andas,
yo por mis calles
oscuras,
tú por tus calles
calladas,
tú la pedrada en el
cuerpo,
yo la pedrada en el alma
y cuando mueras, amigo,
yo te enterraré en mi
casa
bajo un letrero: «aquí
yace
un amigo de mi infancia».
Y en el cielo de los
perros,
pan tierno y carne
mechada,
te regalará San Roque
una muleta de plata.
Compañeros, si los hay,
amigos donde los haya,
mi perro y yo por la
vida:
pan pobre, rica compaña.
Era joven y era viejo;
por más que yo lo
cuidaba,
el tiempo malo pasado
lo dejó medio sin alma.
Y fueron muchas las
hambres,
mucho peso en sus tres
patas
y una mañana, en el
huerto,
debajo de mi ventana,
lo encontré tendido,
frío,
como una piedra mojada,
un duro musgo de pelo,
con el rocío brillaba.
Ya estaba mi pobre perro
muerto de las cuatro
patas.
Hacia el cielo de los
perros
se fue, anda que te anda,
las orejas de relente
y el hociquillo de
escarcha.
Portero y dueño del cielo
San Roque en la puerta
estaba:
ortopédico de mimos,
cirujano de palabras,
bien surtido de
intercambios
con que curar viejas
taras.
"Para ti... un rabo de oro;
para ti... un ojo de ámbar;
tú... tus orejas de nieve;
tú... tus colmillos de escarcha.
Y tú, -mi perro reía-,
tú... tu muleta de plata".
Ahora ya sé por qué está
la noche agujereada:
¿Estrellas... luceros...?
No,
es mi perro cuando
anda...
con la muleta va haciendo
agujeritos de plata.
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